Ensayos maniacoideológicos

cacofonías del egoísmo

6/13/2008

Llueve que llueve

Desde hace un par de semanas no deja de llover, llueve que llueve. Desde que amanece hasta que atardece. De pronto, el esquizofrénico clima da un momento de tregua y un tímido sol se asoma entre las grises nubes. La primavera terminó demasiado pronto, el calor, cuando era primavera, se reservaba para las tormentosas noches en las que es imposible hacer contacto con otro cuerpo, y cuando la simple idea de abrir la ventana supone una noche inundada de mosquitos.

Con esta cándida lluvia y la visita repentina de aves salvajes a la ciudad de México, casi me atrevo a salir al camellón de la calle Álvaro Obregón y correr con la tupida lluvia sobre mi cabeza y mi espalda primero, la lluvia bajando por mi cabello y saltar sobre los charcos para concluir con la mojada perfecta de pies y piernas. El agua penetrando cada poro de mi ser, loca de contenta, por tan sólo unos minutos.

Los pies y las manos arrugadas como cuando mis padres me dejaba en la alberca todo el tiempo que yo quería, o como cuando estrené la tina de mi casa, ¡pero ahora con ropa!

Sólo de imaginar esa potencial mojada, recuerdo cuando en alguna noche salía de la secundaria y era jueves, y mi amiga Lizbeth y yo caminábamos desde la escuela hasta nuestra casa y ocupábamos el dinero del camión en una rebanada de pastel de tres leches y galletas. Después de comprar nuestro gusto de los jueves, caminamos una cuadra y comenzó a llover incesantemente; apenas estábamos a la mitad del camino y no teníamos ni un peso para tomar algún camión. Ese día terminé como quisiera terminar hoy: empapada.

También, cuando de pequeña, muy pequeña, nos íbamos todos los veranos al rancho, en Veracruz, aquel hermoso paraíso era mejor cuando llovía: la arena caliente se comprimía y permitía que mis menudos pies no se sumergieran hasta el fondo. Descalza podía correr sobre una compacta superficie y mojarme hasta las entrañas, el calor agobiante cedía un poco entonces.