Ensayos maniacoideológicos

cacofonías del egoísmo

6/06/2005

Hace ya varios años, poco más de cinco, fue capturado en las inmediaciones de la ciudad universitaria; los delitos por los que se le consignó tienen mucho que ver con lo que sucedía por aquellos años en la llamada "máxima casa de estudios", le adjudicaron algunos cargos más que sólo tangencialmente se relacionan con ese mundo en huelga. En torno a su persona se crearon una serie de mitos y noticias: ya salió, ya lo sacaron porque es policía, se dice que es traficante de drogas, es sólo un viejo loco, trae boleto. Lo cierto es que aún continúa en la sombra y pocos, cada vez más pocos, como en la mayor parte de situaciones similares, le recuerdan y le visitan. Decidí romper con mi propia inercia y propicié el encuentro. Al recorrer cada uno de los retenes vi bolsas de mandado llenas de comida cargadas por mujeres: embarazadas y viejas en su mayoría, pocos hombres visitan hombres; muchos, todos, están presos.

Ese tránsito fue rememorar tiempos pasados, tiempos en los que con represión se rompió la ilusión que muchos, quizá demasiados, teníamos acerca de transformar la realidad, de construir un mejor mundo para todos.

Ayer fue un encuentro poco común. Después de hacer filas y filas y de ser toqueteada por un tipo que pretendía ser mujer, y de acceder a esa área restringida en la que se encuentran sujetos con peligrosidad mediana pero en peligro de ser victimizados en el área general, lo vi, mucho más flaco que de costumbre acaso por las interminables huelgas de hambre, para demandar el cese de tráfico de cocaína en ese deplorable sitio y otras demandas para mejorar las condiciones de los presos, acaso por la insalubridad en la que vive, por la costumbre de encontrarse en ese sitio, por el tiempo que inexorablemente pasa, por la vida que transcurre en ese sitio.

El hediondo olor deja de percibirse cuando tiene uno un par de horas ahí, los sujetos que rondan la conversación podrán ser de cualquier calaña y sin embargo tratan de no mirar fijamente a las visitas, tratan de no acercarse, de no incomodar. En esa área hay pocas visitas, diría que muy pocas en comparación con locutorios y población.

Inicié la conversación el compa y tal parecía que el tiempo no había pasado, que hacía apenas un par de días que conversábamos sobre el mundo mítico de la época prehispánica en el espacio Coatlicoe. Tal parecía que no habían pasado esos largos años, todo era fluido, normal; el tiempo se detuvo dentro de tantas rejas y alambradas y "trabajadores" vestidos de negro que ordenan la conducción de cada momento en la vida de quienes ahí “viven”. Dentro se siente otra dimensión; el panóptico, presente en cada uno de los policías que toman la lista o en aquellos que asumen alguna tarea como "estafeta" o en los otros que buscan un peso a cambio de una bolsita de chicharrones con chile piquín y agua; también en aquellos que beben café porque disponen de agua caliente gracias a una resistencia eléctrica, en las visitas; el policía, está en todas partes.

Conversamos mucho, sobre todo del pasado y del futuro, de su pasado como editor exitoso, del pasado común en un movimiento que feneció a fuerza de podredumbre; de las pocas oportunidades con que la humanidad cuenta para redimirse de este mundo de consumo, de las ganas que tenemos de que las profecías mayas se cumplan; de la imposibilidad de tener ambiciones; de algunos, en realidad pocos, sueños...

Terminó la conversación cuando me ordenaron abandonar el sitio. Terminó la visita no sin antes prometer un posterior retorno. A la salida, en libertad, no pude más que continuar viendo rejas. Rejas de anuncios comerciales, de polvo, de basura, de humo de camiones, de miseria, de lágrimas reprimidas y ocultadas a fuerza del permanente “todo marcha bien” y sobre todo del “merecemos lo que tenemos”.